¿Qué queda de las estaciones de ferrocarril como espacio de tránsito y de encuentro? Podría decirse que acaso su propia soledad. Y más si un día de niebla borra sus confines. Gracias también si permanece una arquitectura largamente centenaria que la vincula aún a los tiempos de los grandes expresos. Sin esa reliquia el recuerdo se habría extraviado del todo entre el brumoso desdén de las nuevas generaciones.
El hombre se ve niño en el andén. Juega a no perder de vista el extremo de los dos sentidos de dirección de la gran marquesina de acero. Por mucho que fuerza la mirada vacila y tiene que confiar en que el tren que ha partido continúa bien renqueante, bien feroz, su recorrido. El niño quiere imaginar que es verdad que al otro lado de esa niebla no solo persevera inagotable una red de vías sino que ese curso metálico conduce a ciudades encantadas. Lugares con castillos al borde, urbes desde antiguo amuralladas, poblaciones que escalan genuflexas ante sus catedrales, núcleos modernos donde las fábricas reemplazan el viejo arte y apelmazadas barriadas suceden a los obsoletos caseríos. Y entre medias de todos los lugares habitados, la tierra. La de labor y la de regadío. La fértil y la árida. La llana y la agreste.
El hombre quiere revivir con su padre el paseo de los domingos. Apenas unas décadas sacuden su memoria. Se esfuerza en recuperar el trajín de los trenes que llegan y parten con viajeros. Gente de las regiones. Tiempos de espera largos que propiciaba conversaciones, resignación e incluso hastíos. El niño preguntaba. Sobre las locomotoras, sobre el funcionamiento de los trenes, sobre el personal que controla la circulación. Y siempre el constante enigma de lo que habrá al otro lado. Donde los raíles se confunden y donde dicen que habitan otros niños.
No hay comentarios:
Publicar un comentario